Después
de leer Palacio Quemado (2008) de Edmundo Paz Soldán, podemos afirmar que esta novela
corta, de acuerdo a palabras del propio escritor, tiene páginas brillantes,
donde se logran excelentes momentos de creación en la construcción de algunos
de sus personajes. Por unos instantes podría darse un proceso dialógico, en el
que a través de la voz del narrador-escritor, se puede escuchar la voz del otro
de la sociedad. Son diminutos instantes
de rebelión cuando la otredad racial o cultural se para a contra luz para
hablar por sí misma.
Sin
embargo, otras veces, la mayoría, los mismos personajes no logran desprenderse
de sus referentes reales: el ex presidente boliviano Gonzalo Sánchez, su
ministro Sánchez Berzaín, el también ex mandatario Carlos de Mesa. En largas
páginas encontramos un proceso de saqueo casi periodístico de un pasado
inmediato para convertirlo en literatura. De esa manera, dada la cercanía de
los hechos descritos por Paz Soldán, la novela también se convierte en una
especie de guía actual de un país, algo así como “la crisis boliviana” para
principiantes.
Esto
me pone a meditar en lo que viene sucediendo en
la literatura boliviana desde los años 80, por lo menos, ese deliberado
intento de convertir las crisis recurrentes en estética, la inestabilidad y la
pobreza en marca registrada de una literatura, probablemente de una manera
análoga a lo que ha sucedido en otros
países del área, cuando algunos escritores rápidamente se apropiaron de las
historias de narcos, sicarios y prostitutas que emergían del periodismo en sus
países.
En
todo este proceso de creación literaria no se puede ignorar la función del
letrado, no sólo de los que aparecen representados en las páginas de las
novelas, sino también de los que escriben.
Se percibe siempre un intento por mediar en la realidad, por aportar
comprensión al caos y la violencia con diferentes resultados. Por ejemplo, en Jonas y la Ballena Rosada (1987) nos encontramos con el cinismo y la evasión del personaje
principal; en La Virgen de los sicarios (1994), con la nostalgia reaccionaria y fascista del alter ego
de Fernando Vallejo; en Ahora que
es entonces (1998)
de Gonzalo Lema, con la culpa de su personaje principal por ese inconsciente colonial incapaz de eliminar.
Este
libro no es diferente. Debemos ver
entonces el proyecto letrado que encierra las páginas de la novela, porque ésta
cuenta un momento de crisis política, pero el tema que yace en sus páginas es
el de la escritura, las responsabilidades de la escritura y del escritor, la
del intelectual en momentos de violencia.
Es allí donde el escritor encuentra el dilema: ser un intelectual de
cafetería y adaptarse al ritmo de los tiempos o subsumirse en el estrecho campo
laboral que puede dar la academia, las escasas formaciones culturales, sobre
todo en la política que parece dominarlo todo en países como Bolivia.
La otra opción, de acuerdo a las sugerencias
del libro, es la de convertirse en una especie de intelectual orgánico, aquel
que junte la teoría con la práctica. El contacto con las masas a su vez le
devuelve el conocimiento para volver a mirar a la teoría. Este contacto no excluye sin embargo el riesgo
de la demagogia, el de maniqueamente escenificar y simplificar el discurso
académico para buscar la confrontación entre distintos grupos para llegar al
poder.
Escribir
en la distancia sobre hechos actuales da una cierta libertad. Se evitan las
presiones del nacionalismo, de la identidad, de la etnia o de las propias
regiones o clases sociales enfrentadas a la que uno necesariamente pertenece;
sin embargo, la lejanía no esconde la
ansiedad de ser un simple observador.
¿Qué es la escritura entonces, sino un intento por acercarse, por
insertarse en la historia?, aunque lo cierto es que la historia puede ya haber
dejado al escritor atrás desde hace mucho tiempo. La historia avanza con otros actores, muy a
pesar del letrado, de su interminable reflexión escritural sobre una región o
un país.
En lejanía, el referente real se difumina y se
convierte en un espacio de ficción, en un juego de tablero dónde el escritor va
metiendo a los personajes, enfrentándolos en diferentes situaciones y
momentos. Las tensiones históricas se
acumulan, los momentos constitutivos se desperdician, también las
frustraciones, pero la intervención letrada es improbable. ¿Qué queda entonces, sino un Palacio
quemado ardiendo, la memoria en combustión alimentándose continuamente de
sus cenizas, de las cenizas del deseo de ser parte, de estar en el justo lugar,
en el preciso sitio y momento cuando el curso de la historia cambia?
Vuelvo entonces a las palabras del autor cuando éste
se pregunta el por qué de de una ciudad en uno de sus cuentos. Allí él mismo
responde su personaje con ironía: “Para que, con la ayuda de su indiscutible solidez, las palabra se
conjuren entre sí y logren una vez más, una desesperada vez más, esconder la
nada” , o la inutilidad de decir, sin decir nada, de rascarse los sesos
pensando en unas fronteras, en un espacio delimitado, de arriba y cabeza abajo,
desde Tiahuanacu hasta Evo Morales, pasando por Juana Azurduy y el guerrillero
Lanza, hasta llegar al Mallku y otros líderes indígenas, con Tamayo y Arguedas
dándose de sablazos retóricos, el poeta Freire y su dandismo medieval, la no
tan conocida bofetada del dictador al letrado, revolución y nacionalización,
guerrilla y dictadura y luego Zabaleta y Cusincanqui, aquí en la punta del
dedillo, pero para qué o para quiénes, cuando la historia se escribe a miles de
kilómetros de distancia, la escriben los que tienen hambre o los desterrados en
su propia tierra.
Me
pregunto cómo se leerá el libro fuera del país, puesto que dentro del mismo,
dada la cercanía de los hechos y la similitud de sus personajes con sus modelos
vitales, la lectura es inevitablemente política, inclusive histórica. A lo mejor, sus páginas como muchas otras,
vengan a engordar el imaginario del realismo trágico de Latinoamérica, como un
espacio sin ley donde todo puede ocurrir, el tremendismo de la pobreza y la
insurrección, de la urbe tercermundista
descontrolada. Dentro de éstas distopías
sociales, un modelo más de la violencia, de las muchas que cíclicamente se
exhiben como llaga abierta para la satisfacción del “teatro universal” (diría nuestro
cronista Arzans,), deseoso de consumir pesadillas para sentirse seguros en la
comodidad de sus mullidos asientos, en la tibia banqueta de un parque
metropolitano. Hasta ellos llega nuestro
pequeño bestiario local, con su voz autorizada, su escritor.
En
esta temprana transposición literaria, sin embargo, en ese proceso de
fijamiento que da la escritura, se puede
pensar que lo ocurrido fue sólo eso, literatura, y que los hechos ya han
cumplido su objetivo, el de convertirse en un oportunista objeto de arte, en
letra. Así, las contradicciones o la
verdad dentro de sus páginas no importan tanto como el aura del objeto de arte
en las manos, la del escritor que lo ha escrito. Al final la historia se convierte en un
éxtasis de información y supuesta claridad, en un “extremo fatal”, de acuerdo a
Jaques Baudrilliard, que no interpela, sino que más bien lleva a la
indiferencia y conformismo, a un simulacro de participación o de
compromiso. Sin embargo, los hechos
todavía están muy cercanos, las procesos abiertos y la posibilidades de acción
son muchas y eminentes todavía, para archivarse ya en un fresco y seco sector
de nuestras bibliotecas, nuestro paraíso letrado.
De Otoño en la Isla. Editorial Gamar, 2014