Tuesday, May 6, 2008

Los últimos días de Sáenz


Por qué Jaime Sáenz resultó ser tan influyente o porque su escritura ha sido tan difícil de superar, especialmente para los escritores paceños que ya siguen su monumental obra o intentan profundizarla u ampliarla en sus márgenes y profundidades. De acuerdo a lo que dice el crítico Luis H. Antezana, Sáenz es “el que más escuela ha generado en todo el país. Escuela no sólo en la marca sanzeana frente a cualquier otro poeta o narrador, sino en el sentido de verdadero culto, con seguidores e imitadores por doquier”. Su obra asimismo, dice el crítico, comenzó a generar especies de hipertextos o ramificaciones, como en las artes plásticas, la música o el teatro o el cine, hipertextos que todavía no terminan de reproducirse. Para Antezana, de algún modo, La Paz que ahora conocemos, es obra de Sáenz.
No quiero detenerme más en lo que se dice del poeta y escritor, declaraciones que sólo suman a engrandecer a veces el mito de la figura, generalmente en base a la evocación de su enigmática y torrentosa vida, pero dejando al margen la letra, la literatura; por el contrario, en este pequeño espacio quiero descender a su obra, una de sus ultimas obras El Señor Balboa (1985), publicada póstumamente, para tratar de encontrar, desde el texto, lo que hace que su escritura sea tan esencial y al mismo tiempo tan generativa.
Apunto entonces algunos elementos que saltan a la vista. Primero, la ausencia de narrador o la casi desaparición de éste para dar paso al diálogo vivo y muchas veces ameno. Es un dialogo de sujetos y personajes de un lugar innombrado, que como lectores bolivianos, sabemos que es La Paz, pero que para otros, no sería tan evidente, porque el espacio no se hace de referentes históricos, fechas, grandes historias, sino de pequeñas historias o pequeños grandes hombres que mezclan, en un constante tableteo coloquial, lo banal con lo trascendente, lo ingenuo con la más grande certeza de la vida y de la muerte, de una manera casi teatral y escenificada, pero que no por eso su voz se hace improbable, sino que puede ser el resultado de la sobreactuación que les otorga su eterno anonimato, su alejamiento de la esfera pública de la sociedad.
Esta parece ser la estrategia, mezclar esa reflexión filosófica y metafísica con la anécdota minúscula, con la curiosidad cotidiana de sus personajes, para de ese modo evitar la exagerada solemnidad, o quizás el desamparo de unas vidas rodeadas por la muerte y por lo desconocido, presente en un ambiente que se derrama sobre los personajes, en signos y señales agoreras inescapables y que a todos afecta, tanto a indígenas como a citadinos filósofos. Así, al referirse a la enfermad de su esposa, Balboa le pregunta a su sirvienta si es posible la cura y ésta le responde llorando:
“A lo mejor no se pueda curar. La otra noche el gallo se ha asustado al cantar, y la vela no ha querido alumbrar. Es mala seña.
El señor Balboa sintió un vértigo. (123).
Para aislar ese vértigo, conquistar ese mundo de señales innombrables es que los personajes de Sáenz ahondan en el conocimiento. No obstante es un conocimiento hecho de lógicas caprichosas y contradictoras, que tanto mezclan lo científico con el conocimiento popular, con la creencias y supersticiones de los personajes, que sin embargo no son sólo particulares, sino que provienen de un gran reserva de conocimientos y recetarios del vulgo a los cuales el autor parece recurrir.
En cuanto al lenguaje. ¿Puede alguien decir de cuando o de dónde es el lenguaje? Es difícil decirlo, como tampoco es fácil precisar el lugar de su escritura. Puede decirse que es un lenguaje arcaico, de una La Paz que ya no existe”(como muchos lo han acusado) y que el autor se encarga de cultivar con todos sus giros lingüísticos, sus modismos. Sin embargo, como el conocimiento, que el autor se encarga de poner en los seres más inverosímiles: artesanos, cholas, aparapitas, borrachos y otros de tal lid, el lenguaje también parece emerger de los últimos rincones de ese espacio citadino, donde el tiempo parece haberse detenido y el lenguaje conservado en un estado homogéneo e impoluto en todo su barroquismo y sus retruécanos.
Como alguna de su poesía, es un lenguaje que da vueltas sobre sí mismo, para llegar a un término, a una síntesis en su lógica, que puede ser una falacia, o una insensatez, pero que está perfectamente y vitalmente asumida por sus personajes hasta llegar a convertirse en una verdad inamovible que guía sus vidas:
Y tanto vale una esposa, que ella tiene perfecto derecho a todo; absolutamente a todo; menos matar a su esposo. Pero su esposo, si que tiene derecho a matar a su esposa. Yo soy tajante y radical en mis principios. Cuando el esposo engaña a su esposa, no engaña; pero cuando la esposa engaña a su esposo, engaña; entonces el esposo tiene derecho de matar a su esposa(119).
El peso de lo macabro siempre se aliviana por la jocosidad y la contradicción de las reflexiones, o la irrupción de los cuerpos celebratorios de los personajes, a veces también necesitados, como pícaros escapando de la muerte y del hambre, pero que de la misma manera que invitan a la muerte en sus conversaciones, la alejan también o la posponen con sus excesos y peripecias vitales: “Las mismas tinieblas son esa chispa. Y esa chispa es la muerte, pero ahora quisiera preguntarle que es bueno para el dolor de cabeza” (137).
Aparte de esa breve mención de los motivos de por qué la literatura de Sáenz se ha vuelto tan influyente, hay una que no puede pasarse por alto y que creo a concitado una gran adhesión: su culto a la escritura, y sobre todo, su culto al escritor como nómada citadino, que tal y como un decadente de la modernidad, debe descender a los avernos de la ciudad para extraer sus conocimientos, un conocimiento necesariamente mezclado, sino fusionado en las bodegas de la urbe. Desde allí Sáenz construyó su mito, que es también su escritura, sus múltiples alter egos. Desde allí prácticamente obligó a los que vinieron después a recorrer caminos ya transitados, donde él es faro, pero también es sombra.