Monday, October 25, 2010

Biblioteca del desasosiego



Escribir sobre una biblioteca nunca es fácil. Es redundante, si es que acaso no nos concentramos en una minúscula parte de su estructura o de su caos: un autor, una idea, una utilidad, el sonido de sus puertas en determinadas tardes. Se pueden caer en las repetidas fórmulas, en las repetidas imágenes que ya se han convertido en clichés. La biblioteca como un laberinto, la biblioteca como un espejo, la como un mapa. En fin, cada analogía condensa una elaboración que nos daría para escribir por muchas páginas. Creo que una de las más recurrentes analogías es aquella de la biblioteca como una memoria, puede ser la colosal memoria de la humanidad, la intrincada memoria de una ciudad, la intima memoria de uno mismo, la de márgenes anotados, los versos plagiados, el momento en que un libro se deslizó subrepticiamente y casi sin querer en nuestros morrales.

Me han pedido hablar de una biblioteca. Me cuesta recordar aquel lugar, pues, con el tiempo, me he desecho de las imágenes. Tanto como la nueva literatura, me acobarda la vertiginosa acumulación de fotografías, algunas que sólo nos confirman lo prescindible de nuestros propios rostros o agendas. Así prefiero los mapas, ese monumento de la objetividad que debería ser la representación exacta de la realidad, pero que sin embargo reúnen todo el pasado, todo el deseo, en un supuesto presente de calles, plazas, edificios, que en determinados días se pueblan de personas, de uno mismo en ciertas frías mañanas en un parque, o en plena farra en la barra de una cantina siempre abierta.

Sin más, hoy en mi oficina, en el mapa de una reconocible ciudad, preciso ese punto, la de una librería que me dio la grata felicidad de circular por sus pasillos abiertos. Unos dicen que leen con los ojos, mentira, uno primero lee con los dedos, con el recorrido táctil y desmesurado que uno hace sobre las hojas, sobre los lomos, la textura del papel. ¿Cuánto se gana o cuánto se pierde con el cierre de una biblioteca? En un tiempo de prohibiciones y recortes del sentido, cuando parece restringirse el libre derecho a la lectura y la interpretación de los textos, el poder leer y elegir lo que uno quiere, cuando uno quiere, en el orden que quiere, lo que se pierde es libertad, el incurable desorden donde a golpe de lecturas uno accede a la madurez, es decir, a la capacidad de conformar cada uno su propio relato, a contrapelo de la ciudad, del país y de otros axiomas todavía más deleznables.

Para nosotros para quienes la biblioteca ha sido, quizá no se pierda tanto. Como en el mapa, la biblioteca es constantemente revisada y revisitada, sigue siendo, pues ha sido nuestra, se ramifica en incontables lecturas porque de muchas maneras somos el producto de aquella biblioteca, de aquella que nos abrió sus pasillos en la adolescencia y nos dio una autonomía absoluta, la de pararnos como lectores ante el infinito.

Sin embargo, cuando se va una biblioteca también se va la posibilidad de muchos otros lectores, no del tipo de aquellos que salen todas las mañanas a tomar el sol, a leer el periódico y dejan pasar el mundo ante sus ojos, sino aquella categoría de “lector extremo”, nos indica el escritor Ricardo Piglia, cuando nos habla de aquellos lectores del desasosiego, siempre despiertos, inconformes, incompletos, en constante construcción, pues se dan cuenta de que cada creación (literaria o no), depende también de quien la lee. Estos lectores en determinado momentos buscarán articular lo leído con su entorno, borrando los débiles márgenes entre ficción y realidad, constantemente modificándolos. Así, estos lectores son peligrosos y con el cierre de una biblioteca más de uno estará contento. Por supuesto, en cada biblioteca que se cierra, se encuentra también la certeza de que otra tendrá que abrirse.