Porque esta ciudad, amigo mío, corroe y
devora, mimetiza, transforma
Raúl Teixidó
Después de algún tiempo he conseguido
dar con un cuento de Raúl Teixidó (1943) “La puerta que da al camino” (1975).
Ya de él había leído A la orilla de los viejos días (1995). Al
margen de las agridulces confesiones familiares, sus páginas consiguieron
arrancarme más de una sonrisa, pues Teixidó recuenta una ciudad en pocas
décadas desaparecida pero donde era y es toda una aventura hacer arte.
Hace no muchos años Blanca Wiethüchter
escribía que en la literatura Boliviana existe una fuerte voluntad por
representar a sus ciudades. Esto ha posibilitado la aparición de obras
generadoras de imaginarios, de maneras de escribir sobre las urbes. Nos
encontramos, por supuesto, con La Paz, desde hace mucho incapaz de escapar de
su gastada fantasmagoría nacionalista y etílica; la ecléctica Cochabamba,
fundacional, postmoderna, casi siempre cívica; Santa Cruz, desde el 84,
irreverente y hedonista. Potosí, por otro lado, será siempre Potosí,
incombustible. Wiethüchter también menciona que a pesar de su importancia,
Sucre no ha podido representarse simbólicamente. Encuentro su declaración
no del todo cierta, pues, a pesar de no tener esa obra generadora de
imaginarios, Sucre, de por sí, ha generado por lo menos dos poéticas, dos
maneras de contar a la ciudad.
La primera la encontramos en la parodia
y la sátira de la urbe, de sus instituciones y sus habitantes encarnados en
personajes estereotipados. Es una escritura enemiga, a menudo hecha por
una mirada externa que busca atacar y desnudar con la burla aquello que se cree
es farsa y conservadurismo, que se piensa es invisible para los propios
capitalinos. Es una tradición que antecede a la república, pero que ha sido
recurrente, desde el barroco colonial, en aquellas ciudades marcadas por la
existencia de élites privilegiadas (Bogotá, Lima, Quito). En el siglo XX,
hallamos algunos ejemplos de esta poética en La ilustre ciudad (1950) de
Tristán Maroff y posteriormente en Sagrada arrogancia (1998) de Wolfango
Montes.
La segunda poética, también recurrente,
la encontramos precisamente en Raúl Teixidó. En “La puerta que da al camino”
nos hallamos en la edad del pesimismo, con un narrador cuyo monologo interior
en el centro ordenador de su universo urbano. Es una ciudad íntima, contada
siendo parte de su tejido social. Sin embargo, para Teixido, Sucre se convierte
en un laberinto sombrío donde el creador es aplastado por las fuerzas de las
circunstancias: “Al salir de mi trabajo encontraba la ciudad vacía,
aguardando para devorarme en el silencio.” Cualquier intento de rebelión es
fútil, cual esfuerzo creativo lleva al narrador una y otra vez hacia el
mismo lugar: “solo ahora me percato […]de
cuanto estaba empezando a cambiarnos la ciudad […]perdíamos
la fantasía […] veníamos a resultar opacos.”
La única alternativa es el escape a través de esa puerta que da al camino. Teixidó
escribe a la ciudad como una dolencia, un estado de ánimo (una secreción diría
Marcelo Quiroga) y en ella se filtra también el mil veces repetido discurso
político y económico de las últimas décadas: “…nuestra ciudad milagrosa
deviene en una modesta capital de provincia, vejada por la pobreza y el atraso
[…] condenada por obra de un azar histórico particularmente adverso a no ser
sino la vagas sombra de una gesta inconclusa.” A
su vez, se escribe como pidiendo permiso, como disculpándose del lugar
excéntrico de la escritura:“No era mi propósito de convertir esta
comunicación amistosa […] en la crónica de nuestras
amarguras […] aunque en buena parte lo venga siendo ya.”
Lejos estamos todavía de épicas alternativas, de salir de uno mismo y volcar la
mirada a la ciudad y sus procesos de cambio, la irrupción de las culturas
populares, sus intersecciones con lo mundial y lo mediático, más aun después
del 52 o, caso contrario, mirar otra vez al pasado en busca de ocultos
personajes, minúsculos y también gozosos. Y, sin embargo, a pesar de la pesada
maquinaria de la ciudad sombría con la cual Teixidó busca someternos, en sus
páginas se cuela una ciudad que precede y al mismo tiempo pervive al escritor y
a su escritura:
Diríase que mi alrededor todo posee la solidez y la consistencia de un mundo inalterable. El farol que alumbra la esquina de casa, alto y renegrido,su circunferencia de penumbra al pie; enfrente el huerto con sus árboles de fruta amarga atisbando por sobre el techado […] Más allá, en todas direcciones, aun con los ojos cerrados, adivino todo lo demás: una espesura de muros y techumbres, con oraciones a media voz, y en el cielo, invisible, también en su negrura, bogando nubes de tormenta...Porque esta noche lloverá.
Entre líneas, la ciudad, como entidad
autónoma, se escapa al control del letrado, a su estética del estancamiento. Es
allí donde acaso encontremos a la literatura.
Apunto estas poéticas seguro que habré
de encontrármelas otra vez, como obstinados arbustos a la orilla del
camino. Albergo también la esperanza de trascenderlas, de no leerlas
nunca más.
Originalmente publicado en “Puño y Letra.” Diario Correo del Sur. Sucre-Bolivia. Enero 2015
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