Friday, February 20, 2015

Otra vez Julio. Apuntes sobre “Casa tomada”.



pensará que es absurdo el caso de un escritor que se obstina en  eliminar sus instrumentos de trabajo.
Pero es que esos instrumentos me parecen  falsos.  Quiero equiparme de nuevo, partiendo de cero.
                                                                                                                        Julio Cortázar







            Releyendo “Casa tomada” un relato corto de Julio Cortázar publicado por primera vez 1946, me sorprende lo mucho que había olvidado de él. Los años transcurridos entre una primera lectura y la actual no ha hecho más que alimentar mi admiración por el escritor argentino, su escritura de vanguardia, la capacidad de abrir caminos que muchos transitarían después.  El cuento es el mismo, pero el lector es otro.          
            Brevemente, “Casa tomada” narra la historia de dos hermanos que siempre han permanecido juntos en una casa colonial, aparentemente en Buenos Aires.  Al personaje principal, al igual que a su hermana, les gusta la casa por ser espaciosa y antigua y, además, por guardar los recuerdos de su familia. Él es un hombre culto, amante de la literatura francesa.  Ella una mujer sencilla a la que le gusta pasar el día tejiendo.  Ninguno de los dos se ha casado bajo el pretexto de mantener la casa y les asquea la idea de que un día, cuando ellos mueran, algunos primos lejanos la vendan para enriquecerse.
            Después de una detallada descripción de las meticulosas costumbres de sus habitantes, encontramos el nudo del relato. El cuento narra cómo los dos hermanos son expulsados de su propio hogar a causa de “algo” (susurros, murmullos, el volcar de una silla),  que se va apoderando de ella, desplazándolos poco a poco hasta dejarlos en la calle.  Al final, los hermanos tienen que irse, tirando la llave por la alcantarilla.  En ningún momento del cuento el autor deja claro la naturaleza o el origen de esos “murmullos”.  
            Como al mismo Cortázar, a “Casa Tomada” la asedian muchos mitos, a veces promovidos por su propio autor.  Son primeras aproximaciones que después se han convertido en lugares  comunes, como cuando decimos que el día nos será bueno porque nos hemos levantado con el pie derecho  Algunas interpretaciones se cuelgan a una obra como verdaderas supersticiones.  Por ejemplo, muchos lectores han calificado este cuento como una alegoría en contra del autoritarismo, más precisamente, en contra del peronismo argentino de la década de los 40 y 50, que azuzó a las masas para que éstas tomaran las calles e impusiesen la agenda populista de aquel gobierno.  Inclusive, a partir de este cuento, se ha llegado a  formular toda una metáfora espacial de la sociedad, donde los hermanos son las clases tradicionales patricias (los propietarios), que son desplazados de la casa (La Argentina) por las masas de migrantes que llegan del norte.  
            Sin embargo, pienso que el cuento no es tan político ni tan maniqueo como algunos proponen y que, más bien, en su aparente intencionalidad y franqueza, es mucho más complejo de lo que en un principio aparenta.  Como muchos de los cuentos de Cortázar, “Casa tomada” da paso a la polisemia, una ambigüedad que nos lleva hacia los lugares oscuros y escondidos del ser, desde donde la escritura emerge  y, por supuesto, también el riesgo del placer de la lectura. Así, el motor que mueve al cuento no parece ser aquellas fuerzas externas que asolan la casa, sino los silencios que se producen dentro, los secretos que se esconden.  Sobre todo, el terror a la  inmovilidad, a la modorra de los habitantes de una casa que es, a fin de cuentas, la sinécdoque del todo social.
             En ese sentido, el cuento de Cortázar establece un fecundo diálogo con el cuento de Edgar Allan Poe, “La caída de la casa Usher” (1839) donde encontramos elementos similares a la narración del argentino: una casa habitada desde siglos por una familia, dos hermanos solteros, hombre y mujer, como últimos sobrevivientes de la estirpe.  En ambos cuentos encontramos una genealogía que está condenada a sucumbir porque no han contraído matrimonio o porque, en el relato de Poe, los hermanos sufren de males incurables. Asimismo, en ambos relatos la pareja de hermanos vive en un alto grado de aislamiento que se relaciona a una sugerida relación incestuosa entre los dos.   
            En la decadencia de ambas familias lo que finalmente se discute es la posibilidad de  ciertos sectores de la sociedad de regenerarse, de reconstruirse, económica  y artísticamente.  Tanto Poe como Cortázar parecen sugerir que esta regeneración sólo es posible por fuera de la familia, en contacto con el resto de la sociedad, con las calles de la ciudad moderna que es donde lo nuevo se hace visible, donde se producen las fecundas mezclas.  Cómo en los dos cuentos, una familia, una sociedad que se encierra en los valores del pasado solo está condenada a desaparecer.  Algo similar había sido propuesto por Sigmund Freud en El malestar de la cultura (1930), cuando escribe que una de las condiciones para el progreso de la civilización es siempre abandonar los primeros objetos de deseo, los más próximos, para abrir el núcleo familiar hacia el exterior de la sociedad.
            Así, podríamos afirmar que aquella fuerza que desplaza a los hermanos en “Casa tomadano es un hecho externo, mucho menos un grupo político especifico, sino acaso el empuje de los propios monstruos familiares que se apropian del hogar.  Esto ante la imposibilidad de reconocer y verbalizar el incesto, la relación prohibida que el cuento sugiere entre ambos hermanos.  Sin embargo, el ruido es el regreso de lo reprimido, aquello que no se puede mencionar.  De acuerdo con el crítico literario Fredric Jameson, es lo que conocemos como lo “uncanny” o lo siniestro,[1] expresión que en años posteriores se va a convertir en emblema de un nuevo tiempo, de la postmodernidad, que recupera un término freudiano para mencionar a los  secretos de familia que aparecen (de alguna u otra manera) cuando lo que es conocido (la ciudad, el país, la familia) se nos hace diferente y extraño, tal y cómo parece haber sucedido en la década de los 40 y 50 en la Argentina.  Lo uncanny en el cuento de Cortázar parece ser la estrategia de negación que utiliza el narrador  y su hermana para refugiarse en la seguridad de su entorno familiar, para rechazar las percepciones de la realidad que pudieran resultarles en situaciones de angustia, como lo son la evidencia del propio incesto o de los cambios que la sociedad experimenta al exterior de la casa.  
            Pues bien, a pesar de la interpretación ensayada, también me atrae pensar que las voces que se apoderan la casa no pertenecen a nadie más que al mismo demiurgo hacedor.  Los murmullos son el trasfondo de la creación literaria que muestra sus costuras y se inserta en el mismo cuento que leemos como un doble plano.  Así, nosotros lectores, escuchamos también al escritor detrás de bambalinas, un hábil magister ludi que se divierte con sus personajes, asediándolos, empujándolos hacia los márgenes de su hogar, para finalmente otorgarles el beneficio de la calle, el bullicio  y energía de la ciudad moderna, donde las prerrogativas de clase desaparecen y donde las mezclas nos llevan a buscar formas nuevas para que la creación comience otra vez.  Acaso, entre aquellos murmullos, encontremos uno que nos sepa al propio.  


[1] En este término, me apego a la traducción hecha por Jorge Luis Borges al referirse al término.  En “El noble castillo del canto cuarto” el escritor argentino escribe: “A principios del siglo XIX o fines del siglo XVIII, entran en la circulación del inglés diversos epítetos (eerie, uncanny, weird) de origen sajón o escocés, que servirán para definir aquellos lugares o cosas que vagamente inspiran terror [...] En alemán lo traduce con perfección la palabra unhimlich; en español, quizá la mejor palabra es 'siniestro'” [sic]



Publicado en Otoño en la isla. Editorial Gamar, 2014

Thursday, February 5, 2015

Augusto Céspedes, el cronista de los abismos.




“…la muerte no es una aventura para aquellos que se encuentran cara a cara con ella. Simplemente trata de hablar sobre una generación de hombres que, aunque pudieron escapar de los obuses, quedaron destrozados por la guerra.”
                  Sin novedad en el frente, Erich María Remarque




   Cada cierto tiempo retomo las páginas que Augusto Céspedes (1904-1997) le dedica a la Guerra del Chaco (1932-1935). No son muchas, menos de 400 páginas repartidas en dos libros: Sangre de mestizos (1936) y Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975), una recopilación de los textos escritos por Céspedes como corresponsal de guerra en el teatro chaqueño. Los leo y los releo y a pesar de su trasfondo histórico y realista, paradójicamente encuentro en los dos libros acaso las páginas más felices de la literatura boliviana del siglo XX. Justifico mis palabras en el estilo que Céspedes encuentra para narrar la contienda. Sus condicionantes tal vez sean sus mayores virtudes: acercarse al hecho macabro sin otra herramienta que las palabras, con las características que la censura militar y el espacio físico del periodismo le imponen. A esto se suma las exigencias éticas del Céspedes político, que se acerca a la barbarie con la necesidad de ser crítico, pero sin ser derrotista, sin tener que sepultar las posibilidades de renacimiento de una comunidad letrada después del fracaso bélico.

   En la negociación entre las posibilidades de expresión del medio escrito y las necesidades políticas de su tiempo, Céspedes forja su estilo. En muchas de las páginas de estos dos libros el equilibrio es perfecto. El patetismo de los hechos no ahoga la dinámica de la narración, la capacidad de ver por medio de las palabras una guerra que para Céspedes se hizo a marchas forzadas, sin tiempo ni lugar para el descanso: "…con los bultos al hombro se filtran los soldados, por los senderos hacia las picadas, donde esperan los camiones. Entretanto se oyen todavía el ruido de las ametralladoras, ruido que parece ir rodando por el horizonte.”

   Por otro lado, las palabras dan paso a la sinestesia, a despertar en nosotros las sensaciones de todos nuestros sentidos. Las palabras de Céspedes llevan la guerra hasta su destinatario, acercándola a los olores, a los sonidos y a la industria del lector altoperuano:

 Brotan debajo de los camiones torbellinos de polvo. Tusca, algarrobo y el cascabeleo multitudinario de las cigarras que martillean el adormecimiento del monte quieto y caluroso. A veces un pajonal y la esbelta arrogancia de las palmeras por cuyo tronco trepan las miradas de los soldados hasta posarse ─aves fugaces─ en la copas redondas aquietadas sobre el cielo implacablemente celeste.
   La crítica política no cae el panfletismo y está es literalmente empujada hacia los márgenes, como recursos de pie de página que casi siempre ironizan en la distancia que existe  entre el discurso oficial y la verdadera situación del ejército y sus soldados. Esa distancia más que risa, dan paso al horror, pues sabemos los resultados, la multitud de cuerpos que la mentira y la improvisación produjeron en el campo. Por otro lado, la elección de las formas (la autoentrevista frente al espejo, el recurso del manuscrito encontrado, el diario de guerra, el discurso de los muertos) también nos revela a un Céspedes lector, atento a la literatura de su tiempo: las greguerías de Gómez de la Serna; las narrativas de los límites de la razón y las fronteras escatológicas de Kipling, Maupassant y Quiroga; las novelas bélicas de Remarque y Hemingway, entre otros, no para copiarlos sino para encontrar su propia voz. A diferencia de Europa, el chaco no sólo precisaba otro idioma, requería también otro lenguaje que diera cuenta de la geografía, un espacio del bochorno y la carencia, de los límites del agotamiento físico:

 …por donde se mire o se ande en las transparencia casi inmaterial del bosque de leños plomizos, esqueletos sin sepultar condenados a permanecer de pie en la arena exangüe, no hay una gota de agua, lo que no impide que vivan aquí los hombres en guerra […], prematuramente envejecidos los árboles, con más ramas que hojas, y los hombres, con mas sed que odio.
   Como sus modelos, Céspedes entendió que la guerra era un asunto de amigos, que al narrarla precisaba de sus clases y camaradas. Céspedes les da un nombre, los eterniza vitales en sus páginas, les dibuja una estela de luz en su caída: “El médico y el militar cayeron juntos.  Ante la ola del asalto que invadió el puesto, Andrade disparó su revólver y mató antes de ser muerto. Fue desecho a machetazos.”

   Acaso sea arriesgado decirlo y algunos me consideren chiflado, pero si me permitiesen salvar un par de libros de la literatura boliviana de una casa en llamas, elegiría, casi siempre, los de Céspedes.



Originalmente publicado en “Puño y Letra.” Diario Correo del Sur. Sucre-Bolivia. Julio, 2014
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