“…la muerte no es una aventura para aquellos que se
encuentran cara a cara con ella. Simplemente trata de hablar sobre una generación
de hombres que, aunque pudieron escapar de los obuses, quedaron destrozados por
la guerra.”
Sin novedad en el frente, Erich María
Remarque
Cada cierto tiempo retomo las páginas que
Augusto Céspedes (1904-1997) le dedica a la Guerra del Chaco (1932-1935). No
son muchas, menos de 400 páginas repartidas en dos libros: Sangre de mestizos (1936) y Crónicas
heroicas de una guerra estúpida (1975), una recopilación de los textos
escritos por Céspedes como corresponsal de guerra en el teatro chaqueño. Los
leo y los releo y a pesar de su trasfondo histórico y realista, paradójicamente
encuentro en los dos libros acaso las páginas más felices de la literatura
boliviana del siglo XX. Justifico mis palabras en el estilo que Céspedes
encuentra para narrar la contienda. Sus condicionantes tal vez sean sus mayores
virtudes: acercarse al hecho macabro sin otra herramienta que las palabras, con
las características que la censura militar y el espacio físico del periodismo
le imponen. A esto se suma las exigencias éticas del Céspedes político, que se
acerca a la barbarie con la necesidad de ser crítico, pero sin ser derrotista,
sin tener que sepultar las posibilidades de renacimiento de una comunidad letrada
después del fracaso bélico.
En la negociación entre las posibilidades de
expresión del medio escrito y las necesidades políticas de su tiempo, Céspedes
forja su estilo. En muchas de las páginas de estos dos libros el equilibrio es
perfecto. El patetismo de los hechos no ahoga la dinámica de la narración, la
capacidad de ver por medio de las palabras una guerra que para Céspedes se hizo
a marchas forzadas, sin tiempo ni lugar para el descanso: "…con los bultos al hombro se filtran los soldados, por los senderos
hacia las picadas, donde esperan los camiones. Entretanto se oyen todavía el
ruido de las ametralladoras, ruido que parece ir rodando por el horizonte.”
Por otro lado, las palabras dan paso a la
sinestesia, a despertar en nosotros las sensaciones de todos nuestros sentidos.
Las palabras de Céspedes llevan la guerra hasta su destinatario, acercándola a
los olores, a los sonidos y a la industria del lector altoperuano:
Brotan debajo de los camiones torbellinos de polvo. Tusca, algarrobo y el cascabeleo multitudinario de las cigarras que martillean el adormecimiento del monte quieto y caluroso. A veces un pajonal y la esbelta arrogancia de las palmeras por cuyo tronco trepan las miradas de los soldados hasta posarse ─aves fugaces─ en la copas redondas aquietadas sobre el cielo implacablemente celeste.
La crítica política no cae el panfletismo y
está es literalmente empujada hacia los márgenes, como recursos de pie de página
que casi siempre ironizan en la distancia que existe entre el discurso
oficial y la verdadera situación del ejército y sus soldados. Esa distancia más
que risa, dan paso al horror, pues sabemos los resultados, la multitud de
cuerpos que la mentira y la improvisación produjeron en el campo. Por otro
lado, la elección de las formas (la autoentrevista frente al espejo, el recurso
del manuscrito encontrado, el diario de guerra, el discurso de los muertos) también
nos revela a un Céspedes lector, atento a la literatura de su tiempo: las greguerías
de Gómez de la Serna; las narrativas de los límites de la razón y las fronteras
escatológicas de Kipling, Maupassant y Quiroga; las novelas bélicas de Remarque
y Hemingway, entre otros, no para copiarlos sino para encontrar su propia voz. A
diferencia de Europa, el chaco no sólo precisaba otro idioma, requería también
otro lenguaje que diera cuenta de la geografía, un espacio del bochorno y la
carencia, de los límites del agotamiento físico:
…por donde se mire o se ande en las transparencia casi inmaterial del bosque de leños plomizos, esqueletos sin sepultar condenados a permanecer de pie en la arena exangüe, no hay una gota de agua, lo que no impide que vivan aquí los hombres en guerra […], prematuramente envejecidos los árboles, con más ramas que hojas, y los hombres, con mas sed que odio.
Como
sus modelos, Céspedes entendió que la guerra era un asunto de amigos, que al
narrarla precisaba de sus clases y camaradas. Céspedes les da un nombre, los
eterniza vitales en sus páginas, les dibuja una estela de luz en su caída: “El médico y el militar cayeron juntos. Ante la ola del asalto que invadió el puesto,
Andrade disparó su revólver y mató antes de ser muerto. Fue desecho a
machetazos.”
Acaso sea arriesgado decirlo y algunos me
consideren chiflado, pero si me permitiesen salvar un par de libros de la literatura
boliviana de una casa en llamas, elegiría, casi siempre, los de Céspedes.
Originalmente publicado en “Puño y Letra.” Diario Correo del Sur. Sucre-Bolivia.
Julio, 2014
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