Monday, January 14, 2008

Palacio Quemado: la aungustia del letrado





            Después de leer Palacio Quemado (2008) de Edmundo Paz Soldán, podemos afirmar que esta novela corta, de acuerdo a palabras del propio escritor, tiene páginas brillantes, donde se logran excelentes momentos de creación en la construcción de algunos de sus personajes. Por unos instantes podría darse un proceso dialógico, en el que a través de la voz del narrador-escritor, se puede escuchar la voz del otro de la sociedad.  Son diminutos instantes de rebelión cuando la otredad racial o cultural se para a contra luz para hablar por sí misma.

            Sin embargo, otras veces, la mayoría, los mismos personajes no logran desprenderse de sus referentes reales: el ex presidente boliviano Gonzalo Sánchez, su ministro Sánchez Berzaín, el también ex mandatario Carlos de Mesa. En largas páginas encontramos un proceso de saqueo casi periodístico de un pasado inmediato para convertirlo en literatura. De esa manera, dada la cercanía de los hechos descritos por Paz Soldán, la novela también se convierte en una especie de guía actual de un país, algo así como “la crisis boliviana” para principiantes.

            Esto me pone a meditar en lo que viene sucediendo en  la literatura boliviana desde los años 80, por lo menos, ese deliberado intento de convertir las crisis recurrentes en estética, la inestabilidad y la pobreza en marca registrada de una literatura, probablemente de una manera análoga a lo  que ha sucedido en otros países del área, cuando algunos escritores rápidamente se apropiaron de las historias de narcos, sicarios y prostitutas que emergían del periodismo en sus países.

            En todo este proceso de creación literaria no se puede ignorar la función del letrado, no sólo de los que aparecen representados en las páginas de las novelas, sino también de los que escriben.  Se percibe siempre un intento por mediar en la realidad, por aportar comprensión al caos y la violencia con diferentes resultados.  Por ejemplo, en Jonas y la Ballena Rosada (1987) nos encontramos con el cinismo y la evasión del personaje principal;  en La Virgen de los sicarios (1994), con la nostalgia reaccionaria y fascista del alter ego de Fernando Vallejo; en Ahora que es entonces (1998) de Gonzalo Lema, con la culpa de su personaje principal por ese  inconsciente colonial incapaz de eliminar.

            Este libro no es diferente.  Debemos ver entonces el proyecto letrado que encierra las páginas de la novela, porque ésta cuenta un momento de crisis política, pero el tema que yace en sus páginas es el de la escritura, las responsabilidades de la escritura y del escritor, la del intelectual en momentos de violencia.  Es allí donde el escritor encuentra el dilema: ser un intelectual de cafetería y adaptarse al ritmo de los tiempos o subsumirse en el estrecho campo laboral que puede dar la academia, las escasas formaciones culturales, sobre todo en la política que parece dominarlo todo en países como Bolivia.

             La otra opción, de acuerdo a las sugerencias del libro, es la de convertirse en una especie de intelectual orgánico, aquel que junte la teoría con la práctica. El contacto con las masas a su vez le devuelve el conocimiento para volver a mirar a la teoría.  Este contacto no excluye sin embargo el riesgo de la demagogia, el de maniqueamente escenificar y simplificar el discurso académico para buscar la confrontación entre distintos grupos para llegar al poder.

            Escribir en la distancia sobre hechos actuales da una cierta libertad. Se evitan las presiones del nacionalismo, de la identidad, de la etnia o de las propias regiones o clases sociales enfrentadas a la que uno necesariamente pertenece; sin embargo, la lejanía  no esconde la ansiedad de ser un simple observador.  ¿Qué es la escritura entonces, sino un intento por acercarse, por insertarse en la historia?, aunque lo cierto es que la historia puede ya haber dejado al escritor atrás desde hace mucho tiempo.  La historia avanza con otros actores, muy a pesar del letrado, de su interminable reflexión escritural sobre una región o un país.

             En lejanía, el referente real se difumina y se convierte en un espacio de ficción, en un juego de tablero dónde el escritor va metiendo a los personajes, enfrentándolos en diferentes situaciones y momentos.  Las tensiones históricas se acumulan, los momentos constitutivos se desperdician, también las frustraciones, pero la intervención letrada es improbable.  ¿Qué queda entonces, sino un Palacio quemado ardiendo, la memoria en combustión alimentándose continuamente de sus cenizas, de las cenizas del deseo de ser parte, de estar en el justo lugar, en el preciso sitio y momento cuando el curso de la historia cambia?

Vuelvo entonces a las palabras del autor cuando éste se pregunta el por qué de de una ciudad en uno de sus cuentos.  Allí él mismo  responde su personaje con ironía: “Para que, con la ayuda de su indiscutible solidez, las palabra se conjuren entre sí y logren una vez más, una desesperada vez más, esconder la nada” , o la inutilidad de decir, sin decir nada, de rascarse los sesos pensando en unas fronteras, en un espacio delimitado, de arriba y cabeza abajo, desde Tiahuanacu hasta Evo Morales, pasando por Juana Azurduy y el guerrillero Lanza, hasta llegar al Mallku y otros líderes indígenas, con Tamayo y Arguedas dándose de sablazos retóricos, el poeta Freire y su dandismo medieval, la no tan conocida bofetada del dictador al letrado, revolución y nacionalización, guerrilla y dictadura y luego Zabaleta y Cusincanqui, aquí en la punta del dedillo, pero para qué o para quiénes, cuando la historia se escribe a miles de kilómetros de distancia, la escriben los que tienen hambre o los desterrados en su propia tierra.

            Me pregunto cómo se leerá el libro fuera del país, puesto que dentro del mismo, dada la cercanía de los hechos y la similitud de sus personajes con sus modelos vitales, la lectura es inevitablemente política, inclusive histórica.  A lo mejor, sus páginas como muchas otras, vengan a engordar el imaginario del realismo trágico de Latinoamérica, como un espacio sin ley donde todo puede ocurrir, el tremendismo de la pobreza y la insurrección, de la  urbe tercermundista descontrolada.  Dentro de éstas distopías sociales, un modelo más de la violencia, de las muchas que cíclicamente se exhiben como llaga abierta para la satisfacción del “teatro universal” (diría nuestro cronista Arzans,), deseoso de consumir pesadillas para sentirse seguros en la comodidad de sus mullidos asientos, en la tibia banqueta de un parque metropolitano.  Hasta ellos llega nuestro pequeño bestiario local, con su voz autorizada, su escritor.

            En esta temprana transposición literaria, sin embargo, en ese proceso de fijamiento  que da la escritura, se puede pensar que lo ocurrido fue sólo eso, literatura, y que los hechos ya han cumplido su objetivo, el de convertirse en un oportunista objeto de arte, en letra.  Así, las contradicciones o la verdad dentro de sus páginas no importan tanto como el aura del objeto de arte en las manos, la del escritor que lo ha escrito.  Al final la historia se convierte en un éxtasis de información y supuesta claridad, en un “extremo fatal”, de acuerdo a Jaques Baudrilliard, que no interpela, sino que más bien lleva a la indiferencia y conformismo, a un simulacro de participación o de compromiso.  Sin embargo, los hechos todavía están muy cercanos, las procesos abiertos y la posibilidades de acción son muchas y eminentes todavía, para archivarse ya en un fresco y seco sector de nuestras bibliotecas, nuestro paraíso letrado.







De Otoño en la Isla. Editorial Gamar, 2014



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