De todas las novelas bolivianas publicadas en los últimos años, una
de las que más culto ha generado es la obra de Juan Pablo Piñeiro, Cuando Sara Chura despierte (2003). No sorprende en ella la novedad, sino las
maneras en que puede dar continuidad a una tradición literaria andina, que
aunque les pese a algunos, es una tradición transnacional, íntimamente
relacionada al pensamiento y la obra de escritores de países vecinos.
Para
exponer lo que Piñeiro propone quizá primero debemos introducir algunos de sus antecedentes
teóricos. Ya desde fines del siglo
XVIII, con importante aporte del positivismo y las ideas naturalistas y
evolucionistas de la época, surge lo que conocemos como “determinismo
geográfico”. Esta corriente se convierte
en un paradigma dentro de las ciencias sociales para explicar cómo el espacio
geográfico determina la experiencia humana en casi todos sus aspectos. Sabemos que con el correr de los años este
“determinismo geográfico”, unido a teorías racistas también deterministas, van
a dar paso a las grotescas invenciones seudocientíficas, utilizadas para
desacreditar a ciertos grupos raciales y al mismo tiempo proponer curas para un
continente considerado enfermo.
Lastimosamente en Latinoamérica nos sobran ejemplos, tal el caso de
Carlos Octavio Bunge en la Argentina o Alcides Arguedas en Bolivia, solo para
nombrar un par de tan rica fauna.
Sin
embargo, en un movimiento contrario, este “determinismo geográfico” va a ser
apropiado para fundamentar a nuestros primeros “indigenistas”, ansiosos por encontrar
y dar forma a un huidizo “carácter nacional”. Por ejemplo, Franz Tamayo en su célebre Creación de la pedagogía nacional (1910)
escribirá: “El alma de la tierra ha
pasado a ésta [la raza] con toda su grandeza, su soledad, que a veces parece
desolación, y su fundamental sufrimiento. Lo mismo que esos altiplanos, el alma
humana está como amurallada de montañas, y es impenetrable e inaccesible”.
Mas
adelante, este determinismo geográfico aplicado a la moralidad del habitante
del Ande va a convertirse en deseo político, en mesianismo que busca el regreso
de las razas y las religiones oprimidas, para inaugurar un nuevo tiempo de
convivencia política. Así lo anunciaba
el peruano Luis Valcárcel en su influyente Tempestad
en los Andes de 1927:
La Raza, en el nuevo ciclo que se adivina,
reaparecerá esplendente, nimbada por sus eternos valores, […] es el avatar que marca
la reaparición de los pueblos andinos en el escenario de las culturas. […]. El instrumento
y la herramienta, la máquina, el libro y el arma nos darán el dominio de la naturaleza
[...]. En lo alto de las cumbres andinas, brillará otra
vez el sol magnífico de las extintas edades.
Van
a ser Uriel García y posteriormente José María Arguedas en el Perú los que
mejor hablarán de la música, el baile y la fiesta como los momentos que
establecen contactos con el pasado, con otredades desconocidas, cuando las
compuertas de la memoria se abren y los habitantes andinos pueden reconocerse
como miembros de un todo, como partícipes de una memoria mayor y colectiva. Así lo sugiere Uriel García en El nuevo indio (1928), al referirse al
huayño:
…es entusiasmo que torna
a los pueblos de la sierra hacia la simplicidad campesina, hacia la energía primitiva
[…]. Por eso el huayño como otras formas de la cultura folklórica, es raíz
efectiva que sujeta al hombre al agro patrio, al recuerdo de sus antepasados.
Medio efectivo que suelda al indio
antiguo, al mestizo y al blanco […] los tres elementos étnicos se funden como
una identidad psicológica que sustenta el alma del pueblo.
A
grandes rasgos, esa es la base ideológica sobre la que se escribe Cuando Sara Chura despierte. En la
novela de Piñero encontramos, otra vez, el determinismo geográfico, ese
idealismo irracional aplicado a la tierra, la certeza de otros mundos y otras
fuerzas sobrenaturales que influyen y conviven con los habitantes tanto urbanos
como rurales de los Andes, la fiesta (El
Gran Poder), como ese momento en que, de acuerdo a las propias palabras
de Piñeiro, accedemos a “un idioma
secreto,[…] que hace visible lo invisible y revela a “la ciudad ancestral que duerme en las profundidades de la ciudad de La
Paz”. A su vez, la fiesta del Gran Poder es la antesala de una nueva era,
cuando por fin se suspenda el tiempo cronológico y el hombre andino finalmente
se haga parte de lo eterno.
Después,
en Cuando Sara Chura despierte lo que
tenemos son “pieles” que se suman a ese bagaje ideológico, pieles de personajes
y referentes literarios de la literatura universal con los que se viste y
decora a los personajes de una débil trama detectivesca, que más que otorgarnos
un misterio por resolver, es ante todo un pretexto para exponer una vasta
cosmogonía andina, un Asgard de
divinidades reunidas en favor de la fiesta del Gran Poder. En ese sentido,
Piñeiro, a diferencia de sus precursores, da un paso al frente y no se detiene
en la sola insinuación de la otredad divina. Donde otros se detuvieron para
solamente sugerir el “otro lado de las
cosas”, un abismo a menudo impronunciable que nos acerca al pavor de lo sagrado,
y que conlleva un viaje de despojamiento y autodestrucción de los personajes
(Felipe Delgado, La agonía de Rasu Ñiti), para Piñeiro es gozo, celebración y
completitud que se refleja en las palabras. Así, el lenguaje litúrgico de Piñeiro nos
recuerda al lenguaje mágico y encantatorio de las mejores páginas de José María
Arguedas: escribir para dar nacimiento, para que la letra más que escribirse se
cante, como consagración, como celebración del hombre en unidad y equilibrio con
el cosmos, un lenguaje que por último convoque a las formas de la femenina
deidad como se convoca a una madre o a una amante perdida, cancelándose así una
ruptura primigenia:
Cuando Sara
Chura despierte estará más hermosa que nunca. Vestirá doce polleras de distintos
colores y bajará con su cortejo triunfal por la avenida Mariscal Santa Cruz, el
día de la Entrada del señor del Gran poder […] en sus cabellos blancos nadarán
dos sirenas de plata y en su sonrisa se
adivinará la tristeza acumulada por tantos años de silencio. Llevará un cetro
antiguo en la mano derecha y en la otra mano una tierna espiga de quinua dorada.
Su espalda estará cubierta por un ancestral textil puquina y sus grandes pechos
serán adornados por borlas hechas de la lana de una vicuña roja. Sus pies, curtidos
de tanto caminar, calzarán unas sencillas sandalias de caucho. Toda la ciudad,
bañada por una luz amarilla, olerá a koa y palosanto el día que Sara Chura
despierte.
Además del lenguaje, tal vez el mayor
acierto de Piñeiro, consista en repetir la fórmula de
éxito de escritores que lo antecedieron, darles a los habitantes de una ciudad
o una región aquello que de antemano esperan encontrar en sus páginas, la
confirmación de su esencia o su permanencia en el tiempo. Sin el humor, no obstante, el rodillo identitario
de Piñeiro sería acaso demasiado asfixiante. Así, en su novela, otra vez encontramos la
construcción de personajes únicos, delirantes y divertidos, sin llegar a ser
caricaturas, pues como los personajes encontrados en la obra de Jaime Sáenz, su
esotérico conocimiento es primordial y profundo. Además de sus caprichosos razonamientos, quizá
su mayor característica sea la hibridez, su capacidad de mutar, de cambiar y
regenerarse (como la ciudad y sus letras) y al mismo tiempo ser los mismos, sin
renunciar a una identidad otorgada, según Piñeiro y sus antecesores, desde el principio
de los tiempos.
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